Mirándonos profundamente a los ojos



Xochimilco y sus trajineras paseando a Julio Moguel Sastré y Emilia Viveros Bueno
y en sus brazos Reyna María Cristina Moguel Viveros a principios de diciembre de 1948.
María Sastré Martínez, mi Ela -como le decía Julio, mi hermano a mi Abuelita-.
Mis dos hermosas tías: Gladis y Magali Moguel Sastré
El niño al frente, mi primo Luis Manuel Morán Moguel
Y mi padrino de bautizo Luis Hernández y su hijo

Cuando tenía 21 años, me paré -por primera vez en mi vida como docente- en el aula de una escuela primaria ubicada en la Colonia Aurora de Ciudad Netzahualcóyotl, la ciudad perdida más grande que produjo México en aquellos años de finales de los 60, ubicada en el Vaso de Texcoco, Estado de México

Cuando el director de la escuela me presentó a un grupo de 72 personitas de primer grado de primaria, tuve una sensación vaga de que la pedagogía era, además de una fascinación, un reto, pero mi realidad indicaba que si estaba parada allí era por una necesidad vital, más que por vocación. 

Ese trabajo lo conseguí haciendo cola en las oficinas de la Secretaría de Educación Pública, para las contrataciones de maestros empíricos. Y el trasfondo del asunto de formarme en esa cola tumultuosa, es que estaba compelida por una enorme necesidad que tenía mi familia de tener algún ingreso, dado que a mi padre lo habían corrido de su trabajo por mi culpa.

En ese tiempo, yo cursaba el primer año de Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en el turno vespertino que iniciaba a las 5 de la tarde. Para llegar a mi trabajo tenía que tomar cuatro camiones que tardaban dos horas desde donde yo vivía, hasta donde estaba ubicada la escuela con el horario de las 8 de la mañana. 

Salía a las 2 de la tarde de trabajar, para llegar a mi casa a las cuatro. Comía y me iba en trolebús a CU que entonces tardaba sólo media hora. Y mágicamente llegaba un poco antes de las cinco de la tarde para tomar la primera hora de clase. Salía de la Universidad a las 10 de la noche y tenía que atravesar a esa hora el campus de la Universidad para llegar a la parada de los trolebuses.

Entonces podía caminar sola todo CU para llegar a la estación con mi minifalda -para 1969 la usaba como consecuencia de todo lo que nos permitió hacer a las mujeres desde el movimiento estudiantil de 1968- sin que nadie me violara, me manoseara o me molestara y tampoco supe que eso le hubiera pasado a alguna universitaria coetánea con o sin minifalda.

De cualquier manera, no pude constatarlo empíricamente porque nunca atravesé sola el Campus; siempre iba acompañada de un buen de amigas y amigos que seguíamos discutiendo lo que habíamos visto en las maravillosas clases que entonces daban los maestros -sólo tuve una profesora en toda la carrera- que me formaron como socióloga.

Y cuando tenía novio entonces sí era el momento de abrazarnos, manosearnos y besarnos sin saciar nuestra necesidad de hacer el amor porque entonces yo era virgen todavía, aunque no lo crean. Total que venía llegando entre 11 y 12 de la noche para volverme a levantar al día siguiente a las 5 para llegar a las 8 de la mañana a la Colonia Aurora de Ciudad Netzahualcóyotl, a la cual se le decía simplemente Neza.

El problema estaba cuando había incidentes que retardaban mi llegada a clases. En aquellos años del siglo pasado, no había quince minutos de espera para iniciar la clase, ni tampoco podía uno entrar al salón a la hora que se nos diera la gana. 

Tampoco conté con algún profesor que me diera su número para pedirle encarecidamente que no empezara sin mí. La verdad, entonces no había ni celulares ni maestros que convivieran con nosotros de manera personal como para que al echarle un tostón a un teléfono fijo público, le estuviera avisando que iba a llegar tarde a su clase porque trabajaba hasta el Vaso de Texcoco y el camión se había descompuesto. 

En realidad, nunca tuve un amigo mexicano que fuera mi maestro en la Universidad. Sólo tuve un amigo íntimo chileno -1974- que resultó después ser mi director de tesis de grado. Él estaba exiliado de su país después del Golpe de Estado en Chile de 1973 y, en México, lo único que necesitaba era que unos ojos lo miraran profundamente.

Cuando se me hacía tarde para llegar a la Universidad, al no contar con todos estos recursos tecnológicos, humanos y éticos con los que cuentan los estudiantes hoy en día, me iba a uno de los jardines de la hermosa ciudad universitaria que tiene la UNAM y allí mismo me desvanecía de fatiga sobre el pasto y me ponía a llorar pensando en los 72 alumnitos de primaria que me esperaban todos los días a las 8 en punto en el desecado Vaso de Texcoco con su ventisca de polvo al ritmo de cualquier movimiento silencioso o inusitado.

Como ser humano me formaron mi padre, mi madre y 72 chiquillos famélicos que vivían en casas de cartón de lámina y cuyas familias se colgaban de la luz para robársela. Muchos años después comprendí que esa luz se producía en la Presa Netzahualcóyotl construida en Chiapas y que, por su solo nombre, no se la robaban sino al revés: la Nación se las robaba a estas familias con el alma de Neza en vilo.

Para irnos a la raíz del recuerdo tendida en el pasto de los jardines de CU, mi llanto de las cinco de la tarde con cinco minutos se debía a la culpa que sentía con mi padre, por mi cansancio y por los 72 chicos que había yo dejado en aquella aula sin piso de concreto, con techo de lámina donde acontecía
que uno escupía sangre otra se desmayaba acullá otra más intentaba sacarle un ojo con el lápiz a "otro" u a "otra", mientras que la otra le decía a su compañera, a gritos, interrumpiendo la clase: ¡Jajaja, tu mamá se coge con tu hermano!

Para controlar a ese grupo discurrí quitarme mi disfraz de estudiante desde el primer día de clases y ponerme pantalones para controlar al grupo subida sobre mi escritorio y estar segura que los de atrás no estuvieran desmayados o dormidos o sangrando. A los de enfrente, los podía controlar haciendo uno o dos pasos hacia adelante para que no se mataran con algún objeto punzante. Iniciaba siempre las clases echándole agua al piso de tierra y luego revisaba las bolsas de plástico donde llevaban sus útiles para quitarles los objetos peligrosos. Obviamente, no podía quitarles el lápiz, pero más que atenderlos a ellos lo que hacía era estar atenta a dónde apuntaban con el lápiz. 

Y un día, extenuada de tanta violencia tanta culpa, se me ocurrió una práctica pedagógica que resultó una revelación de mi misma: Con mis pantalones de pana, me subí sobre mi "escritorio", y le dije a estos chiquitos, que íbamos a jugar a que yo era un monstruo de piedra blanca venido en un meteorito que cayó en la Tierra y que me los iba a comer toditos a todos y a todas.

Para evitarlo ellos tenían que ponerse de acuerdo sin que yo los oyera antes de entrar al salón para ver la forma en que me iban a matar con sus lápices

-Escojan a tres de ustedes para aventarme el lápiz en alguna parte de mi cuerpo, pero sólo el lápiz que me dé en el corazón me matará.

Los Tres Tiradores a Matar deberían sentarse adelante. Después de mirarse entre ellos y ellas, asintieron con la cabeza sin hablar y me salí del salón un rato para que ellos deliberaran quién lo haría. Oí cuchicheo pero se pusieron de acuerdo muy rápido y me llamaron. Al entrar al salón, yo me llevé la sorpresa de que no se cambiaron de banca sino que se arremolinaron los 72 en torno a mi mesa “cucha” que hacía las veces de un escritorio sobre la cual me trepé y me puse de pie. No les dije nada, simplemente me tapé los ojos con mis manos y grité: 

- ¡Uno!
...y sentí cómo se topó con mi cadera el lápiz lanzado por el primer elegido
- ¡Dos!
...y sentí como me tocaba el lápiz en una parte donde inicia mi brazo izquierdo
¡Tres!
...me pegó en el corazón.

Me dejé caer poquito a poquito hasta que quedé inmóvil sobre el escritorio por unos 20 segundos y se hizo un silencio profundo, profundo, profundo, profundo......Y yo hecha un nudito sobre el escritorio. Yacía allí muerta en la eternidad de los segundos hasta que alguien al mover mi pierna izquierda me provocó una estridente carcajada.

Todos ellos, todas ellas gritaron de júbilo. Y salté del escritorio:
-vamos a empezar la clase ¿De quiénes son estos lápices que están en el piso?

No puedo decir que bajó la violencia al 100 por ciento, pero la directa, la física, la de los objetos punzantes se acabó. Seguí teniendo la violencia de afuera: los desmayados de hambre, los que sangraban al toser, los que se dormían porque les había pasado el efecto de alguna droga o porque se la habían metido antes. 

A las tres veces que realicé este ejercicio, me llegó un oficio de la dirección de la escuela que me presentara urgentemente a una junta que se realizaría el mismo día a las 2 de la tarde. En cuanto los chicos y las chicas salieron del salón y yo recogí mis cosas, me fui corriendo a la dirección y en la sala de entrada estaban reunidos todos las profesoras y los profesores del plantel junto con el director. Yo fui la última en entrar y me senté en una de las sillas justo en la entrada de la sala, instante en el que el director me comunicaba que estaba yo suspendida de mi trabajo por haber violado una de las normas más importantes que imponía la Secretaría de Educación Pública. 

Yo no salía de mi asombro y les solicité que me leyera el reglamento donde se señalaba que la falta que yo había cometido ameritaba dicha sanción. El director lo tenía abierto desde que yo llegué y fue por eso que le pedí que lo leyera. Palabras más palabras menos decía que los maestros y las maestras debían presentarse a impartir sus clases correctamente vestidos: los hombres de pantalones y las mujeres de falda que rebasara la rodilla al menos unos 10 centímetros para abajo. Quise darles una explicación pero todos se pararon y me dejaron allí sentada con el papelito en la mano.

Con una sensación de intenso calor en mi cabeza y con la enorme necesidad que tenía de conservar mi trabajo me decidí a ir a hablar con el Director de Educación Primaria a nivel nacional: El profesor Ernesto Guajardo Salinas, a quien le llevé el oficio firmado por toda la planta docente de la escuela de la Colonia Aurora. 

Al Profesor Ernesto Guajardo Salinas lo conocía desde chiquita
Inspector de mi zona escolar, 
en Matamoros, Tamaulipas
que al final de los cursos 
de 1955 a 1961 nos daba
a Julio mi hermano y a mi
nuestros diplomas 
y nos ponía nuestras medallas.

[me fueron a visitar mis amigas
norteñas trepadas en la Latino
en 1965 cuando iniciábamos la Prepa:
Dora Idalia Garza
Martha Alicia Lozano
Susana Rhí
Reyna Moguel]

Cuando me presenté con el profesor Ernesto Guajardo Salinas, me reconoció inmediatamente, me abrazó y exclamó: 
-!Estás hecha una hermosa mujer!

Y entré al tema inmediatamente: 
-Con la pena profesor pero vengo a comunicarle que me han despedido de mi trabajo como maestra empírica en el Vaso de Texcoco. 
Acto seguido, le entregué el oficio donde me comunicaban 
que estaba suspendida por mi falta de moral. 


-Y tu papá, ¿cómo está?
-Perdió su trabajo como Agente de Ministerio Público Federal por haber asistido a la Marcha que encabezó el Rector Javier Barros Sierra para cuidarme.

El 2 de agosto del año pasado fue a su trabajo y lo llamaron para enseñarle fotos mías y fotos de él envueltos ambos en la multitud vociferante.
-¿Y tu mami? 
-Ella está cuidando a mis cuatro hermanitos que todavía están chiquitos. 
-¿Y Julito, tu hermano? 
-Él regresó de Francia y en lugar de estudiar derecho se metió a estudiar Economía en la UNAM. Frecuentemente se va a Bahía de Banderas con un grupo de jóvenes muy influido por el pensamiento maoista de Louis Althusser.
-Me da mucho gusto verte ahora, y verte tan hermosa como siempre. Dile a toda tu familia que les envío un caluroso abrazo. Y respecto de este oficio no te preocupes, preséntate mañana a trabajar.

Al día siguiente hice mi travesía, pero en la Línea Uno del metro que se acababa de inaugurar y en lugar de cuatro camiones sólo tomé el metro en la estación de Ermita a la Tapo y de allí un camión a Netzahualcóyotl; hice 45 minutos en llegar. O sea que se me hizo temprano ese día.

Llegué con pantalones de pana y saludé a los maestros y maestras que vi a mi paso y me fui a mi salón de clases que quedaba hasta el fondo del edificio donde habían construido con la barda de la escuela unas aulas provisionales con techo de lámina y piso de tierra. Y al entrar, les dije con gran alegría: 

-Voy a echar agua al piso, mientras ustedes deciden quienes me van intentar matar hoy.

A la memoria de mi padre Julio Moguel Sastré quien falleció el 2 de febrero del 2000 día de María de la Candelaria en la Ciudad de San Cristóbal de Las Casas fulminado por los estragos del cáncer en el páncreas después de haber pasado un año y medio inmensamente feliz 
porque sus seis hijos lo cuidamos sin decirle nunca la enfermedad que padecía 
y porque pudo jugar con sus nietos a darse manotazos.

A la Memoria del Profesor Ernesto Guajardo Salinas quién me dio la oportunidad de ser profesora empírica en el momento en que corrieron a mi papá de la Procuraduría General de la República a donde se desempeñaba como Agente del Ministerio Público cuando los guarros lo pillaron Mirándome Profundamente a los Ojos.

En aquel momento, Javier Barros Sierra en Ciudad Universitaria, frente a la multitud que iba a emprender la marcha hacia Félix Cuevas, izó la bandera mexicana a media asta, pronunció un emotivo discurso a favor de la Autonomía Universitaria y exigió la libertad de los presos políticos.

Y nosotros, nosotras, gritábamos un ¡Únete Pueblo! que regresa hoy como un bumerang en imágenes del Neza en Roma dedicada a Libo su nana.

Súbitamente, en algún punto del horizonte
sentí cerca a Julio Moguel Sastré.
Sereno, me seguía,
cuando la ventisca levantó su saco
y alcancé a ver hendida 
la cacha de su pistola...
.....y en lontananza
la profundidad en nuestros ojos
nuestra mirada furtiva

Comentarios

  1. Los que somos originarios de Matamoros, Tamaulipas o quienes vivieron en esa ciudad norestense y que son de nuestra generación, recordamos con admiración y respeto al Profesor Ernesto Guajardo, quien fue director de la así llamada Zona 13 escolar de la Secretaría de Educación Pública. Dejó honda huella en la ciudad por su trabajo y don de gentes. También tuve la oportunidad de tratarlo cuando fue Director en la SEP y yo estudiante del la Escuela de Economía de la UNAM.
    Tu experiencia nos transporta al México injusto y autoritario, por el que muchos jóvenes de nuestra generación luchábamos por un mejor país.
    Indudablemente tocas fibras muy sensibles de tu vida y que las plasmas con maestría como una forma de catarsis balsámica.
    Hermoso, muy hermoso.
    Estoy seguro que formará parte de tu gran novela de vida y de la luna en la que nos reflejaremos todos los que la leamos.
    Te deseo lo mejor con admiración, respeto y un afecto muy especial por lo que vivimos y pudimos haber vivido en nuestros caminos paralelos que no sé cruzaron a pesar de estar muy cerca.
    David González Serna

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    1. Cómo me hubiera gustado que esa sensibilidad para leerme si hubiera extendido desde ese momento hasta este instante del 28 de mayo del 2020 a las 7:10 cuando la tarde se escurre en esas sensaciones de una lejanía mortaja.

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